quarta-feira, 2 de dezembro de 2015

LA PUERTA DE LA MISERICORDIA



Delante de nosotros se encuentra la gran puerta de la Misericordia de Dios —y esa es una puerta hermosa—, que acoge nuestro arrepentimiento ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta está generosamente abierta, pero es necesario un poco de coraje por nuestra parte para cruzar el umbral. Cada uno de nosotros tiene dentro de sí cosas que pesan. ¡Todos somos pecadores! Aprovechemos este momento que viene y crucemos el umbral de esta misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar, ¡nunca se cansa de esperarnos! Nos mira, está siempre a nuestro lado. ¡Ánimo! Entremos por esta puerta.


El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar. El Libro del Apocalipsis dice: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). ¡Imaginemos al Señor que toca a la puerta de nuestro corazón! Y en la última gran visión de este Libro del Apocalipsis, así se profetiza sobre la Ciudad de Dios: «Sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche», lo que significa para siempre, porque «allí no habrá noche» (21, 25). Existen lugares en el mundo donde no se cierran las puertas con llave, todavía los hay. Pero existen muchos donde las puertas blindadas se han convertido en normales. No debemos rendirnos a la idea de tener que aplicar este sistema a toda nuestra vida, a la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y mucho menos a la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhospitalaria, así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y aridece el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, nada! ¡Todo abierto!


La puerta debe proteger, claro, pero no rechazar. La puerta no se debe forzar, al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuentemente, para ver si afuera hay alguien que espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de tocar. Cuántas personas han perdido la confianza, no tienen el coraje de llamar a la puerta de nuestro corazón cristiano, a las puertas de nuestras iglesias... Y ellos están ahí, no tienen valor, hemos perdido su confianza: por favor, que esto no vuelva a suceder. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la Iglesia. La gestión de la puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confianza. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento para todos los guardianes de las puertas: de nuestros edificios, de las instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una imagen de humanidad y de acogida de toda la casa, ya desde el ingreso. ¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardianes de los lugares de encuentro y de acogida de la ciudad del hombre! A todos vosotros, guardianes de muchas puertas, sean éstas puertas de las casas o puertas de la iglesia, ¡muchas gracias! Y siempre con una sonrisa, mostrando siempre la hospitalidad de esa casa, de esa iglesia, para que la gente se sienta feliz y acogida en ese lugar.


En verdad, sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los servidores de la Puerta de Dios, y ¿cómo se llama la puerta de Dios? ¡Jesús! Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluidas la de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 9). Jesús es la puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un refugio, no una prisión! La casa de Dios es un refugio, no una prisión, y la puerta se llama Jesús. Y si la puerta está cerrada, decimos: «¡Señor, abre la puerta!». Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones, los que tratan de evitar la puerta: es curioso, los ladrones siempre tratan de entrar por otro lado, por la ventana, por el tejado, pero evitan la puerta, porque tienen malas intenciones, y se meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si escuchamos su tono de voz, estamos seguros, estamos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (cf. Jn 10, 2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluidas las perdidas en el bosque, que el buen Pastor ha ido a buscar. Las ovejas no las elige el guardián, no las elige el secretario parroquial o la secretaria de la parroquia; las ovejas son todas invitadas, son elegidas por el buen Pastor. El guardián —también él— obedece a la voz del Pastor. Entonces, podemos decir que nosotros debemos ser como ese guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña de la casa del Señor.

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